Search En menu en ClientConnect
Search
Results
Top 5 search results See all results Advanced search
Top searches
Most visited pages

Álvaro Arbina Díaz de Tuesta

UNA LUZ CREATIVA: HISTORIAS DE OUARZAZATE
Escritos originales redactados para el Banco Europeo de Inversiones con el apoyo del Instrumento de Inversión de la Política de Vecindad de la Unión Europea


—Vamos, es hora de vivir.

Entre Casablanca y Ouarzazate, Marruecos. UTC ± 00:00. Hora local 01:15h

Desfila la noche ahí abajo, plácida, al compás de la melodía que murmura en el avión. Tal vez la noche también la escuche, porque su ritmo, su desplazamiento, son perfectos, a pesar de su lejanía, tres mil metros bajo las panzas del ATR 72, un turbohélice para vuelos regionales de la Royal Air Maroc. Es un ardid de mi imaginación, claro, que escucha dentro del fuselaje y mira más allá de la ventanilla, que atribuye a la música y a la noche una perfecta simbiosis, un baile armónico, aunque la noche no escuche a la música y la música no suene para la noche. Me sucede a menudo, cuando paseo con los auriculares y resuena Bruce Hornsby, o Tracy Chapman, o las bandas sonoras de Thomas Newman, y los paseantes, los coches, incluso los árboles, parecen acoplarse, bailar con lo que escucho. Soy yo quien extiende las manos, quien se convierte en vínculo, en puente, e inicia el baile entre sordos y mudos. 

No sé por qué sitúo a la noche ahí abajo, como si se localizara sólo en la superficie terrestre. La noche también está aquí, a sólo unos centímetros de mi rostro, envolviendo el fuselaje, rozando la ventanilla de doble cristal. Pero aquí no es nada porque no la veo, y sí la veo allí abajo, donde sale de su invisibilidad negra porque la destapa el festín de luces. Las bailarinas de verdad.

Contemplo ensimismado como se dispersan, cómo dejan de ser galaxias, manadas de estrellas, para perderse solitarias en la negrura de un universo, en el Marruecos interior, en el macizo del Atlas y las orillas del Sáhara. Puntos nítidos y puntos difusos, gusanos que se contornean, líneas rígidas, largas, cortas. Las luces forman geometrías dispares, como si mirara desde una lente microscópica, y lo de abajo fuera una placa bacteriana, un pequeño cosmos de células o casitas, de gusanos o coches, de líneas o carreteras. Las luces de abajo permanecen inmóviles, las del fondo en cambio, las que se acumulan en el horizonte, las que van quedando atrás y sí son festín y sí son galaxias, con nombres como Casablanca o Rabat o Marrakech, parpadean como las estrellas, demasiado lejanas como para encontrar, en su viaje hasta mis ojos, un aire perfecto, sin turbulencias, sin cambios de presión, que no las haga temblequear.

Esto es lo que pienso y lo anoto en el Moleskine, intuyendo que va a ser un viaje de luces, y de ausencia de luces. Levanto la mirada entre los asientos, y creo reconocer a Luigi, tecleando en su móvil varias filas más allá. Nos seguimos en Twitter. Y entonces asoma, justo delante de mí, un libro amarillento, plagado de anotaciones y notas adhesivas. No todo el mundo lee libros así. Tal vez sea otro de ellos, pienso. Es un juego divertido, fantasear con quiénes serán mis compañeros de viaje, los otros cinco escritores europeos. Lo he iniciado en el aeropuerto de Casablanca, en el Mohammed V, mientras esperaba en las hileras de asientos metálicos, con un ojo en Del Rif al Yebala, de Lorenzo Silva, y el otro en los pasajeros que tomaban asiento, frente a la puerta 15, con destino a Ouarzazate. Observo los rostros, fisgoneo en sus gestos, absortos en lecturas, en pantallas luminosas de portátiles y tabletas. Construyo fragmentos de sus vidas, las imagino con insolencia, casi despiadado, atribuyendo a sus figuras roles que tal vez no merezcan tener. A veces me convierto en un explorador de vidas ajenas, desbrozo a los demás a golpe de machetazos, con la mirada y las mentiras de la imaginación.

Seis escritores. Una británica, una alemana, un holandés, un italiano, un danés y un español. Perfecto para un chascarrillo. Volamos a Ouarzazate, la ciudad del desierto, más allá del Alto Atlas, al otro lado del macizo invisible, donde comienza el Sáhara y el corazón de África.

Noor. Luz en árabe. Es el nombre de uno de los mayores proyectos de energía termosolar que se están llevando a cabo en el mundo. Emplazado en la región Draa-Tafilalet, a diez kilómetros al sur de Ouarzazate, la planta Noor es un gigante de 2500 hectáreas, que en 2018 tendrá capacidad para producir picos de 580 MW, es decir, el abastecimiento energético para más de medio millón de hogares marroquíes. El EIB, el Banco de Inversiones Europeo, uno los principales inversores del proyecto, nos ha invitado a visitar el complejo. Después, libertad absoluta para escribir sobre lo que hemos visto. No buscan reportajes periodísticos, al menos no en mí, que soy arquitecto, escritor oficial desde hace un año, cuando publiqué mi primera novela, y escritor extraoficial desde quién sabe cuando, si el día en que nací, el día en que mi padre me leyó el primer cuento, el día en que empecé a soñar con crear historias, el día en que me sentí un escritor curtido tras meses de trabajo diario con mi primera novela, o el día en que la terminé, tal vez no ese pero sí unos días después, cuando me sentí vacío, sin una historia que complementara la mía, y comprendí que me había acostumbrado a vivir escribiendo.

Libertad absoluta. Eso es lo que hago, feliz como un niño en el recreo, mientras se corta la melodía y la voz del comandante informa de que pronto aterrizaremos en Ouarzazate.

Nueve de la mañana. Surcamos la ciudad, que poco tiene que ver con lo que vimos anoche, cuando salimos del aeropuerto camino del hotel. Inhóspita en la negrura, vacía bajo las farolas amarillentas, invisible más allá de las edificaciones que orillan las calles, dispuesta durante la noche a dejarse reinventar, entregada a mis ojos que se adhierían a la ventanilla del Land Rover, a esa imaginación impune con la que construyo vidas. Ouarzazate a las dos de la madrugada, para el viajero que no la conoce, era una superficie arañada, un rostro nuevo, apenas una mirada, que para el escritor es como una sugerencia tentadora: la imagen de una mesa, un lápiz, y una página casi en blanco, sólo con el inicio de una historia.

Al amanecer es plácida. Despierta sin prisas, bajo un cielo blanco pero no nublado, sino de sol derretido, cegador, tan grande que lo cubre todo, como una cúpula de luz. La temperatura es agradable, y a uno le evoca esos días perfectos de verano. Perfectos en Europa, ordinarios y desapercibidos aquí. Al menos en estas fechas, mayo, porque en dos meses la perfección se pasará de rosca y la temperatura, a partir de media mañana, será insoportable.

Las casas se degradan en la periferia. Asoman desnudas, a hormigón y ladrillo visto, con huecos y soportales negros, como de ciudad en postguerra. Se agolpan sobre callejones, que nacen de la carretera y se estrechan en la distancia despoblados, entre desperdicios y ropas puestas a secar. Supongo que la campana de gauss, en su aplicación urbanística y al igual que en las ciudades europeas, también reina aquí. Los precios inmobiliarios descienden hacia los anillos exteriores. Aunque siempre hay excepciones y más en una ciudad colonial, que creció bajo el Protectorado Francés, como centro administrativo y posta de aduanas. Pronto salimos de Ouarzazate. En el Land Rover de Mustafá resuena Tinariwen, un grupo musical tuareg, originario de Mali, cuyo nombre significa “desiertos” en tamazight, una de las muchas variantes del amazigh, la lengua bereber. El viento se cuela por las ventanillas, y en el interior todo tremola bajo él, con ondulaciones cálidas como de chorro de agua. Baila el tasbih, el rosario que cuelga del retrovisor. Vibra el libro de Auke, el holandés, que va de copiloto y pasa sus páginas infestadas de notas adhesivas. Agito la cabeza con ritmo discreto, y percibo que junto a mí, en el asiento trasero, Tina también se deja llevar por los acordes de Tinariwen. Me sonríe, en una complicidad repentina. El grupo maliense parece conocer bien el desierto, o el desierto visto desde un Land Rover por la mañana, en día perfecto para el europeo, con café, glucosa y el entusiasmo inicial de un viaje borbotando en las venas. 

Diez kilómetros hasta la estación termo-solar de Noor. El paisaje es un interludio entre el Atlas y el Sáhara. No hay dunas, ni tampoco montañas. Es un rojizo herrumbroso, con cerros y murallones de roca, con breves tolvaneras de arena que se alzan bajo la brisa, tímida aún, porque la tierra aquí es compacta y pedregosa. Se extiende hacia la inmensidad, desolado, sólo a veces asoman cauces de ríos secos, verdeados por taljas y vides salvajes. Puntean el cielo las torres eléctricas, como gigantes con sus celosías de acero y sus marañas de cables que cortan el horizonte, perdiéndose tristes en la distancia del desierto, como una caravana, como una recua de convictos. El paisaje es tan rojo, tan pedregoso, que pienso en un Marte prehistórico, aún vivo, languideciendo de agua y verdor, que no llegó a ir más allá porque todo terminó de secarse.

Marte. El planeta rojo. El nuestro dicen que es azul. Y es verdad. Pero me es inevitable pensar en esa imagen de satélite, donde compiten tres colores: el azul, líder indiscutible, que perfila sus fronteras con nitidez, el verde, y ese color crema, a veces rojizo árido, ambos en disputa por el segundo y tercer puesto, con sus límites difusos, como pintados por spray. Pienso en esos cientos de estudios científicos, publicados por expertos que dedican su vida a la investigación, alertando de la más variopinta de las maneras, unos en el Ártico, otros con récords sucesivos de temperaturas, otros con trastornos migratorios de aves, otros con elevaciones del nivel del mar, de la evidencia del calentamiento global. Y pienso en ese puñado de iluminados con demasiado poder, cuya palabra vale no por cientos, sino por miles de investigaciones:

—Está helando y nevando en Nueva York. Necesitamos el calentamiento global.

Sonrío, casi riéndome, mientras me parece escuchar cómo se agita un spray, la bola acerada que golpetea adentro. Puedo oler la pintura. Lo que no veo es el color, aunque lo intuyo, con indiferencia ya, a mis veintiséis años.

Nos abrimos a la llanura y pronto nos reciben las instalaciones solares. Noor Ouarzazate Solar Power Station. Escrito en inglés, árabe y amazigh, con letras de acero corten, claveteadas sobre una roca artificial con aires de monumento. La primera en letra arial, grande y simplona. Las otras dos con su propia caligrafía, la misma con la que nacieron hace siglos, imperecederas a pesar de guerras, de conquistas y de modas. La caligrafía árabe tiene algo de atemporal, como el buen arte, a pesar de que la compongan diferentes estilos como el nasji, el cúfico del Corán, el farsi persa, el diwani y los magrebíes y andalusíes. Tal vez por eso, caligrafía en árabe significa el arte de la línea, o en persa, la escritura bella. Quien la inventó, si es que algo así se inventa, pues el concepto inventar, erróneamente, parece aludir a chispazo de bombilla y no a lenta evolución, tenía una clara sensibilidad por la estética. La caligrafía bereber, el amazigh, es menos sensual, más áspera, e igual de misteriosa que la árabe.

Nos detiene un riguroso control que linda con fronterizo, como si nos internáramos en un nuevo país. Dos torretas de hormigón con estuco de color cárdeno, a juego con el paisaje y las edificaciones de adobe, dos entradas y dos vallas mecánicas, cámaras de vigilancia y otras medidas de seguridad que intuyo aunque desconozco. Hay militares marroquíes con uniforme verde oliva, hay guardas de seguridad, hay filas de coches, solicitud de documentaciones, pasaportes y breves interrogatorios. Pese a ello, fluye cierta laxitud rutinaria. Incluso nuestro conductor, Mustafá, bromea en bereber con el guarda que se nos acerca. Ambos ríen, con esa distensión de quienes se conocen, de quienes se ven a menudo y alivian juntos la monotonía de encontrarse siempre en plena faena.

Entramos. Nuestro grupo se compone de tres Land Rovers, que avanzan en riguroso orden, como la escolta personal de un presidente. La carretera se adentra más allá, recta e interminable, en la llanura inmensa del recinto. Lo apunto sin vacilar: Noor es un desierto cercado por alambradas. Hago cálculos. 2500 hectáreas. Cinco kilómetros de lado. Mi ciudad, Vitoria-Gasteiz, con doscientos cincuenta mil habitantes, podría caber aquí dentro. 

Proseguimos durante varios minutos. A nuestra izquierda desfila Noor 1, la primera estación. Sigo pensando en Marte. Ahora en un Marte futurista, no prehistórico, cuando en la Tierra se haya decidido la batalla de los sprays. Un Marte colonizado por el ser humano, con estructuras extrañas y reflectantes, como en la última escena de Interestellar, de Christopher Nolan. 500.000 espejos solares con forma de media luna, que miran al sol, divididos en 800 filas. La visión me abruma. Es tal su tamaño, su repetición sistemática y perfecta, que bajo la luz y la bruma del siroco, parece convertirse en una imagen virtual, un diseño en tres dimensiones, como de videojuego.

Noor es un desierto cercado por alambradas. Hago cálculos. 2500 hectáreas. Cinco kilómetros de lado. Mi ciudad, Vitoria-Gasteiz, con doscientos cincuenta mil habitantes, podría caber aquí dentro.

En la universidad nos enseñaron a sintetizar las cosas gráficamente. A simbolizarlas, como los ilustradores. No puedo evitarlo. Media luna que se orienta hacia una estrella. Es el símbolo del Imperio Otomano, cuya hegemonía fue tal en el mundo musulmán que a veces se asocia al propio Islam. Es el símbolo por excelencia de Oriente Medio, del desierto, de la tierra del sol. Y aquí estamos, buscándolo.   

Más al fondo, a la izquierda también, asoman Noor 2 y Noor 3, las otras dos estaciones aún en construcción. Antes de la visita nos desvían a la derecha, donde el recinto se extiende varios kilómetros, vacío salvo por una edificación modernista, el Masen Center. Las oficinas de la Agencia Marroquí de Energía Solar, principal gestor del proyecto y del ambicioso plan que busca convertir a Marruecos en el país líder del sector a nivel mundial, se agolpan en torno a un vestíbulo regio, con un auditorio de primerísima arquitectura. Lo corona una torre, con vistas a la inmensidad del recinto. Nos acondicionan para la visita, con calzado de seguridad y piel de serraje, con casco blanco y chalecos reflectantes donde despuntan las siglas de la Agencia.

Volvemos a los coches, donde nos esperan Mustafá y los otros dos conductores. Tras varios minutos, llegamos a la entrada de la Noor 1. Dos nuevas torretas, dos vallas, cámaras, guardas y militares. Descendemos al otro lado, nada más entrar. Nos guían las responsables de Masen, Salma y Yousra, que nos acompañan desde que aterrizamos en Ouarzazate y constituyen el auténtico cerebro del grupo. Tan jóvenes como yo, eficientes, solícitas, comedidas, con esa pericia de saber mutar, de saber adaptarse a multitud de situaciones, esa desenvoltura de quien tiene bagaje de mundo, de quien ha visto y vivido mucho. Me sorprende, tal vez porque coincidimos en edad, y no puedo evitar sentir cierta admiración, incluso envidia sana, no solo por el peso de su cometido aquí, sino por su planificación tan precisa del viaje, y sin embargo tan moldeable. Una mínima petición de alguno de nosotros, como la de iniciar la jornada saliendo del hotel a las nueve, en vez de a las ocho, que propusimos ayer, a las dos de la madrugada, recién aterrizados:

—Es muy tarde. Mañana necesitaremos la mente despejada —dijo Tina. Y los demás asentimos, agradeciendo su sinceridad.

Y entonces surgió en Salma una sonrisa, y un sin problema, y un reajuste de horarios, con llamadas y planes modificados, todo fluido, todo fácil para los invitados europeos que nos fuimos a dormir. 

Nos recibe Tarik Bourquoquo, el responsable de planificación y métodos de la estación. También joven, con un inglés nítido y espaciado que agradezco. No es su única habilidad oratoria, porque su cometido aquí es familiarizarnos con los entresijos de la estación, fundamentos técnicos que requieren un lenguaje propio, y que el adapta para nosotros con naturalidad y sencillez. El proyecto Noor es para Tarik la palma de una tercera mano. Lo conoce a la perfección y se desenvuelve con soltura no sólo en la comodidad de su propio discurso, sino con nuestro bombardeo de preguntas, que salen como flechas, en diferentes direcciones. Se esgrimen grabadoras y libretas de notas. Me abrumo, soy el más joven y el más inexperto de la expedición, ambas con diferencia. Hay periodistas y escritores de viajes, que saben como desenvolverse. Inocente de mí, venía con la intención de escuchar, de mirar, de sacar fotografías. Reacciono y esgrimo yo también, como medida de urgencia, mi móvil Huawei. Acciono la grabadora. Me parece que la estreno.

Nos asomamos al quitamiedos de la calzada, que surca la estación y la divide en dos, comunicándola con el centro de control. Se extiende ante nosotros el ejército de espejos parabólicos, reflectores cilindro-parabólicos, para ser más exactos.

—Reciben la radiación solar y la reconcentran en las tuberías, de ahí su forma parabólica —informa Tarik.

Señala los tubos absorbentes, de acero y vidrio, que discurren por el centro de los reflectores con HTF en su interior, Heat Transfer Fluid, fluido térmico calo-portador, un aceite térmico sintético que fluye hasta alcanzar los 393 grados Celsius.

—El HTC serpentea por la planta a través de las tuberías, recibiendo la radiación de los reflectores. Después es bombeado por series de intercambiadores de calor, que lo transfieren al agua y producen vapor sobrecalentado. Y de ahí van al centro de control y las turbinas de baja y alta presión, que rotan por el vapor, accionan un generador e inyectan energía eléctrica a la red.

Las ochocientas filas de espejos rastrean el sol, a través de los cielos, como fieles rezando ante su divinidad. Hay un silencio solemne, una suave brisilla, que nos acaricia bajo la luz. Se escucha el zumbido de los motores, repetidos, perdiéndose en la distancia, mientras hacen rotar la estructura de los espejos. Sucede cada pocos minutos, dice Tarik. A lo lejos se percibe la silueta de un furgón, y cuatro operarios, que bombean chorros de agua, para limpiar los reflectores de arena y restos del siroco. El consumo de agua es alto, 1,7 millones de metros cúbicos por año, que extraen del pantano El Mansour ed Dahbi, a unos 10 kilómetros, donde está el control de aguas. Me asombro de nuevo, doblemente, porque ya lo hice antes. La escala humana, la pequeñez de los operarios ante los espejos parabólicos, me hace percibir con precisión el tamaño desmedido de la planta. Los reflectores son mayores de lo que pensaba. 12 metros cada uno, apunta Tarik. 12 metros. Y así quinientas mil veces. 

Volvemos a los coches. Mustafá y sus compañeros nos esperan, de charla y fumando sus cigarrillos, apoyados en el capó de los Land Rovers. Nos abren las puertas, solícitos, con destello de sonrisas francas.

—¿Good? —pregunta Mustafá.

Asiento, sonriente también, mientras ruge el aire acondicionado y ronronean los motores. Avanzamos y descendemos de nuevo, a sólo un par de centenares de metros. El centro de control es una isla varada en mitad de un oleaje de espejos. Una isla cuadrada, una isla enrevesada, con la complejidad de un cuerpo humano al destriparse, bajo la luz del sol. Recapitulo al instante. Tal vez sea más acertado, y menos violento, decir androide, porque los tejidos que asoman, los tubos que vuelan y se retuercen, las chimeneas, las celosías, vigas, pilares, el rumiar de las máquinas, de las turbinas, de las válvulas y los tanques a presión, tienen el destello metálico e inodoro de lo artificial. Pero eso sí, y de ahí la truculencia de la imagen, con la complejidad indescifrable de un cuerpo humano.

Tarik pronto lo aclara. Es el corazón de Noor 1. Y señala dos grandes tanques cilíndricos que asoman entre la maraña de tuberías, bobinas y exhalaciones de gas. Son gigantes de aislamiento, que sirven para conservar el calor de las sales de nitrato, (calor traspasado del HTC, que a veces se almacena en las sales antes de destinarse al agua, a la turbina, y a la red eléctrica) mucho más eficientes que cualquier otro líquido para mantener su temperatura, y con la cualidad de contraerse al enfriarse, al contrario que el agua, reduciendo así presiones excesivas.

—Mantienen el calor durante tres horas. Así, logramos que las turbinas generen electricidad cuando ya se ha puesto el sol.

Se extraen paulatinamente, cuando ya no hay insolación, y circulan a través de un intercambiador de calor, donde lo ceden al agua, que se evapora y mueve las turbinas.

—El sistema CSP, la energía solar concentrada, está menos extendida que la fotovoltaica —continúa Tarik—. Es más cara, pero tiene la capacidad de seguir produciendo energía cuando se pone el sol. Cuando la demanda es mayor.

Anotamos, asentimos, lanzamos preguntas. Volvemos a montar en los Land Rovers. Otros doscientos metros y descendemos, para visitar la sala de control. Doscientos metros. Cuando competía, en las categorías inferiores de atletismo, completaba la distancia en veintidós segundos. Veintidós segundos de esfuerzo, de sprint, de vatios generados. El ciclista alemán Robert Förstemann, especialista en pista y famoso por sus piernas de extrema musculatura, realizó un experimento cuyo video se convirtió en viral por la contundencia de los resultados. Conectó su bicicleta a una tostadora de pan, que requería de 700 vatios durante 90 segundos para realizar su cometido. El esfuerzo del ciclista fue titánico, su corazón bombeando al máximo, sus monstruosas extremidades sacando chispas al eje del pedalier, alimentando de energía a la tostadora. Terminó exhausto, desvanecido en el suelo, tras minuto y medio de pedaladas. Me impactó la imagen, uno de los más potentes ciclistas del planeta, tendido, jadeante, tras tostar dos trozos de pan.

El estómago ruge, tal vez pensando en ese par de tostadas. Son las 14h horas del mediodía. Habla Tarik y yo me imagino a un millón de Robert Förstemann, pedaleando juntos, para lograr los picos de 580 megavatios que en 2018 alcanzará la estación. Pronto montamos de nuevo y volvemos al Masen Center. Noor 2 y Noor 3 nos esperan tras el almuerzo.

Pahadurpur, estado de Panyab, India. UTC +05:30. Hora local 19:30h

A Yamir le agrada la noche. Y la noche llega temprano a Pahadurpur. Las montañas tiñen el valle, sus sombras empujan a la luz como en un choque de ejércitos, y la franja se desplaza lentamente, sube, baja, se retuerce con rigurosidad por las callejuelas, por los patios, por las casitas y por sus recovecos de zarzo y barro, hasta cubrir el pueblo, hasta filtrarse por cada ventanuco y avisar de que ya ha llegado.

Pero la simpatía de Yamir por la noche es deshonesta, como su tendencia a saltar de un equipo a otro, a sentir deseos volátiles, de que sean los Delhi Daredevils, o los Munbai Indians, o los Rajasthan Royals de Jaipur, los vencedores de la Premier League de criquet. No es que antes la noche le desagradara, simplemente era una indiferencia lógica, por una presencia omnipresente, diaria, en la que jamás pensaba, aunque trajera a Pahadurpur más estorbos que placeres.

Durante la noche, el bazar discurre tranquilo por la calle principal, con un murmullo plácido donde sobresalen las voces de los vendedores. Hay balidos de ovejas, repiqueteos de cencerros, el viento de las montañas ondea los entoldados de lona, frío aún, como si les soplara la nieve misma. Asoman los puestos en la negrura de la calle, trazos amarillentos de mercancías, de tenderetes, trazos sucios que flotan en la nada, bajo casas ventrudas de adobe cuyo contorno hace tiempo que ha desaparecido. Los enjambres de moscas zumban junto a las velas y las lámparas de queroseno y diesel, que además de iluminar huelen a aceite refinado, como a ellas les agrada. Las moscas también son deshonestas y saltarían de la luz sin olor a la luz aceitosa, y de la luz aceitosa a la luz en descomposición. Los olores en el bazar son muchos, y tan en batiburrillo que cuesta diferenciarlos. Cordero asado, ajo, cebollas, azafrán, cardamomo, jabón, cuero. A Yamir le vienen en oleadas, pero sólo al inicio de la jornada, cuando comienzan a propagarse. Después deja de olerlos.

Nunca hay muchedumbre en el bazar de Pahadurpur, salvo en las fiestas del Dwalli o del Teej. La gente asoma en goteo, en forma de siluetas entrevistas, de saris coloridos, de dhotis venerables, de rostros que se dibujan a la luz de los puestos. Algunos caminan reflexivos, ojeando las mercancías de Yamir sin llegar a decidirse; otros, los habituales, se acercan con una ojeada encarrilada, un shalam o un namasté respetuoso, breves palabras de cortesía y la selección entre los sacos de frutos secos, de especias, de chile, pimentón y jengibre. En el bazar de Pahadurpur la vida del vendedor es contemplativa. Y por eso Yamir lo observa, al igual que otros vendedores también observan, y piensa en el discurrir de la gente, en las transacciones, en las competencias y las ofertas de los puestos. Se los imagina como un sinfín de números, de probabilidades, de piezas sobre un tablero, donde juegan las artimañas del vendedor, los intereses y las necesidades del cliente. A veces se siente un estratega silencioso, un jugador de ajedrez, aunque lo ignore todo de las matemáticas, de las torres, los alfiles, los reyes y las reinas. Una vez le enseñaron a jugar, en los primeros años de escuela. El maestro Raktim trajo un pequeño tablero plegable, con piezas de plástico, y reunió a todos los niños de la clase.

—Vishy, el gran jugador indio, acaba de lograr el título de Gran Maestro —les dijo, y lo celebraron descubriendo el ajedrez.

La L saltarina del caballo. Eso es lo que Yamir recuerda. Sólo jugó aquel día y de eso hace ya mucho tiempo. Ahora contempla el bazar de Pahadurpur.

Conserva y seduce. Conserva a los compradores fieles. Sonríe, pregunta, retiene las minucias que ellos sueltan de sus vidas, busca no excederse con su atención ni quedarse corto, descortés o desapegado. Y seduce a los posibles compradores. Porque algunos son como piratas, como mercenarios que no ondean banderas, que lo mismo un día arriban en el puesto de la vieja Anjali, en el de Hasari Bhan, o en el de Kalu Rai. A veces llegan turistas, y el bazar se llena de sombreros caqui, de Ray Bans, de zapatillas de trekking y pieles sonrosadas. Los autobuses los lanzan en oleadas, suben y bajan por la callejuela, visitan la mezquita y los recogen después como anudados por hilo de pescar. Sin preámbulos, como en una explosión, surge un éxtasis de gritos, de voces entrecruzadas y regateos que se resuelven con urgencia. Durante veinte minutos se atosigan turistas, se manosean dólares y los precios se multiplican por diez. Pero no todos se afilian al revuelo, hay vendedores como Yamir que optan por la estrategia opuesta: convierten su puesto en un oasis de calma. A los turistas les gusta comprar a su aire, sin que los angustien. Y así, tras veinte minutos, ni más ni menos, retorna el silencio y la placidez monótona a Pahadurpur.

Nadie sabe con certeza el método más fructífero de ganar dólares. Lo que sí se sabe, por unanimidad, es que a los turistas no les gusta comprar de noche. Dicen que la noche en Pahadurpur les parece demasiado negra, y que la noche negra les asusta.

Tal vez sea porque oculta cosas que los turistas desconocen. Cuando Yamir era niño y lo desconocía todo, sentía el valle como una presencia misteriosa, de forma indefinida, que de algún modo tenía piernas y voz, y que salía sólo por las noches, como un alma errante que caminaba por las callejuelas desiertas del pueblo, cuando todos salvo él dormían. Se acurrucaba en su lecho, mientras el valle susurraba sus fantasías a través del viento, que silbaba en las rendijas y las chimeneas, o a través de la lluvia, que golpeteaba en las ventanas, o a través de balidos, mugidos y repiqueteos de cencerro que llegaban desde las montañas. Veintiocho años en el valle. Ahora, mientras contempla el bazar, Yamir conoce todas las cosas que se ocultan tras la noche. También conoce los enredos de la imaginación, que tiene a los niños como artistas, y a las noches como lienzos. Tal vez los turistas sean niños en Pahadurpur.

Yamir atiende a un cliente. Un pirata que no ondea bandera. Lo seduce con un incentivo de azafrán, a pesar de que no le pague en rupias, sino con una porción de arroz inflado y tres bidi, cigarrillos en forma de cucurucho, liados con tabaco y hojas de kendu. Su rostro sonríe, y desaparece más allá de la luz que cuelga del tenducho, luz que oscila como una bandera, luz que además de iluminar no huele, y no atrae enjambres de moscas, y es tan inofensiva que no se puede inflamar, ni matar a las personas mientras duermen en sus casas.

Desde hace cinco días a Yamir le agrada la noche. Espera que llegue, ansioso, como un pretendiente atildado, como si tuviera con la noche un pequeño cortejo. Y entonces, cuando todo se oscurece y desde los altavoces el muecín llama a la oración del magrib, la enciende. Su última inversión. Una lámpara solar con luz LED, reflector de aluminio y 8.4 voltios. Le concedieron un préstamo de 50 dólares para comprarla, pero calcula que gracias a ella ingresa 200 rupias, unos 4 dólares más por cada noche. Yamir se sabe innovador en el bazar de Pahadurpur. Pronto le imitarán. Su lámpara no pincela trazos amarillentos, turbios, que flotan en la noche. Su lámpara infla una burbuja de luz limpia, un oasis sin enredos de la imaginación, donde los turistas no tienen miedo.

Ouarzazate, Marruecos. UTC ± 00:00. Hora local 15:30h

Todavía no hay torretas de estuco cárdeno. Hay alambradas y vallas rojiblancas, deslucidas por el polvo. Hay también dos carteles:

Noor 2:  2ª  planta de energía CSP. Horas trabajadas: 4. 464.794. La seguridad es responsabilidad de todos.

Noor 3: 1ª torre de energía CSP. Horas trabajadas: 4.580.530. Piensa seguro. Trabaja seguro. Sé seguro.

Cruje la graba bajo los neumáticos de los Land Rover. Más allá de la ventanilla, velados por la polvareda y una telaraña de rejas, desfilan manadas de operarios, la mayoría chinos y marroquíes, con sus baberos fosforitos, amarillos y naranjas, con sus cascos y botas de seguridad, sus termos de café, sus tapones y sus arneses donde bailotean martillos y guantes de cuero. Salen de viejos autocares, fichan y desaparecen entre las casetas de acero galvanizado. La pista se pierde en la inmensidad, recta, como todo aquí. Noor 2 a la izquierda. Noor 3 a la derecha. Nos detenemos frente a las casetas de control. Acwa Power in Ouarzazate, reza en la entrada. Acwa, con sede en Riat, Arabia Saudí, es una empresa puntera en energía renovable y procesos de desalinización, primordial en países con graves problemas de sequías como Marruecos, que opera y gestiona treinta y dos plantas de todo el mundo. No es el único gigante que trabaja en la estación. Aparte de Masen y Acwa, hay empresas españolas como Sener y Acciona industrial, responsables de la construcción, Dow y sus fluidos térmicos, Tsk, Sepko, también escucho que los reflectores, con láminas de plata y vidrio, son manufactura de Siemens. Lo dice Tarik, como un apunte anecdótico, y me da la sensación de que con estos nombres sólo acaricio la superficie, y de que hasta los tornillos los produce una empresa en concreto. Me imagino a todas las empresas del mundo, reunidas en festival anual. Y la misma frase, que se repite en diferentes corrillos de conversación.

—Ah, sí. Nosotros también participamos en Noor.

Por no hablar de los inversores. Que también forman una lista de instituciones internacionales, hasta alcanzar los 9 billones de dólares que me dicen, se han destinado aquí. Me invade una sensación de globalidad, de interrelación universal, de recursos reunidos a nivel mundial. Se palpa aquí una grandeza emotiva, grandeza de humanidad, y por un instante percibo el tamaño de esa palabra, que centra sus esfuerzos en algo en concreto, algo visible, algo que podemos apreciar, un proyecto de futuro. Como en Interestellar, siento reincidir, o en otras muchos films futuristas, de ciencia ficción, donde se funden los países y las razas, en pos de un cometido común, habitualmente salvar el planeta. En la caseta de control nos hablan de esto. No sólo nos lo dicen, nos lo transmiten. Hay ingenieros, frenesí de tecleos, planos, cálculos, pantallas con datos y esquemas indescifrables para el profano. Hay rumor serio, de responsabilidad, de trabajo. Nos reciben en la sala de reuniones, en torno a una vasta mesa, con asientos confortables de cuero. El aire acondicionado ruge sobre mi cabeza. Aquí estamos, Salma, Yousra, Tarik y seis escritores, algunos además periodistas. Aparece una mujer mayor, encorvada, con la hiyab envolviéndole el rostro. Nos sirve té y café. Tímida, solícita, no habla nuestro idioma. Se esfuma tras realizar su cometido. Una presencia inesperada, en este proyecto casi cinematográfico, que parece dirigir Ridley Scott, o Cristopher Nolan.

Y entonces nos recibe Deon, responsable de la seguridad medioambiental de Acwa Power. Se pasea por la mesa y estrecha la mano de todos. Es alto, corpulento, frisando los cincuenta, curtido de gestionar proyectos en Sudáfrica, en Vietnam, en Dubai, en Marruecos, curtido de moverse por medio mundo, creando la energía del futuro, mientras el mundo la consume sin pensar demasiado en ello. Tal vez lo imagine, pero su mirada azul brilla con destellos de esa humanidad, esa globalidad, esa grandeza de lo que están llevando a cabo y que intenta transmitirnos, desde que nos recibe, con su sonrisa y afable cercanía, hasta que nos despide para que visitemos el complejo.

—Marruecos se ha comprometido a que el 40% de su electricidad proceda de energías renovables. El 50% en 2030. No solo se reducirán emisiones de efecto invernadero, 3,7 millones de toneladas de CO2, se limitará a su vez la dependencia energética, una de las mayores del mundo, con el 95% de la energía que consumen importada desde el extranjero.

El país busca abanderar el desarrollo de las energías renovables de África. Muchos apuntan incluso, a que el futuro del continente está ahí, en sus recursos solares, eólicos, hidráulicos, geotérmicos, que no solo les permitirán exportar, sino erradicar la pobreza energética que los asola, como una hambruna de luz, como una epidemia contemporánea.

Los Land Rover nos esperan, con su paciente servidumbre. Sonrisa de Mustafá, puertas que se abren. La expedición se engrosa, porque nos preceden dos Dacia Duster 4x4 de Acwa Power, y se intensifica el aire de comitiva presidencial. Se levantan nubes de polvo y nos internamos primero por las calles de reflectores de la Noor 2. La hermana mayor de Noor 1, con el mismo sistema CSP que la primera, pero con 680 hectáreas en lugar de 400, y 200 MW de potencia en lugar de 160. El sistema de almacenamiento de sales fundidas también es más sofisticado, se alarga de las tres a las siete horas, una vez concluida la radiación solar. Asoman camiones, excavadoras de cadenas Caterpillar, que parecen seres sumisos, como pequeños paquidermos que resoplan junto a los enormes reflectores. Alcanzamos el corazón de la planta. El centro de control, la enorme isla con sus tanques, sus bobinas y sus estructuras de acero, aún en fase embrionaria. La rodeamos lentamente. Bulle de actividad; cientos, miles de obreros, trabajando en turnos de 12 horas bajo el sol, con la serranía del Alto Atlas en la distancia, como vertebras rojizas de reptil fosilizadas desde el Triásico. Hay tiendas negras, refugios en sombra de reposo y almuerzo, hay conectores de acero, cerchas, cables, grúas que se elevan tan alto en el cielo que me tengo que adherir a la ventanilla para otear sus cúspides. El empeño alcanza una dimensión descomunal, como si estuvieran emprendiendo aquí, de golpe, la construcción de una ciudad.

Hay un silencio absorto en el coche. Incluso Tina, que es muy espontánea y alegre, observa ensimismada. Salimos, con nuestra expedición de Land Rovers, que avanzan en fila y a 20km/h, con la sensación de haber visitado un parque temático, casi surrealista, una empresa ciclópea a lo Jurassic Park.

La Noor 3 no es una hermana. Es una prima lejana, aunque sus límites colinden con la Noor 2. Su sistema es diferente. Energía termosolar de concentración, o central de heliostatos. La imagen de adoración divina se intensifica aquí: 7.400 reflectores planos, móviles, que también rotan tras el sol, pero que redirigen su radiación a un punto en concreto, la cima de la gran torre. La más alta de todo África, 250 metros, informa Tarik. El alineamiento es de círculos concéntricos, todos mirando hacia la torre, los 7.400 heliostatos, reunidos como en la Meca. Se articulan sobre grandes pilares de hormigón que los elevan hasta los quince metros. La estructura de cada uno es compleja, cerchas, vigas, viguetas, cableado, sensores, cámaras de infrarrojos. La temperatura en la torre alcanza los 580 grados Celsius, que calientan sales fundidas de nitrato, el fluido transportador. Descendemos de los coches. Silva la brisilla del siroco entre las pilastras que parecen como de plantación tecnológica, porque mires desde donde mires, se alinean en orden perfecto, en fuga armónica e indiferente a la perspectiva. Las palabras de Tarik suenan a despedida. Hay fotografía de expedición y palabras de agradecimiento. Su labor ha sido calibrada, accesible; nos ha mostrado los entresijos codificados de Noor, su complejidad de cuerpo humano, los ha vuelto entendibles para la ignorancia común de los mortales.

Distrito de Vallecas, Madrid, España. UTC +01:00. Hora local 18:00h

Se contornean las tijeras en la Escuela Infantil de La Fuente. Los niños recortan figuras del catálogo ilustrado. Taxis, ambulancias, perros, carritos de bebé, abuelos con bastón, neveras, frigoríficos, televisores. Cada niño tiene su propio cuadernillo. Editorial Anaya, dice en la cubierta, en las hojas de cartulina y sin colorear, de modo que la tarea se prolongue al día siguiente con rotuladores y lápices Alpino. Las figuras no se distribuyen al azar dentro de los cuadernillos. Se agrupan en grandes bloques, ha dicho la profesora. Bloques sí, como los bloques de hielo. Los han repasado al inicio de la clase, en voz alta. Cosas de casa. Cosas de la calle. Cosas de niños. Cosas de mayores. 

Los niños se relajan mientras contornean la figuras. No hay chillidos, ni estridencias. Sólo un rumor apacible, de voces infantiles que charlan mientras se hipnotizan con el susurro de las cartulinas, que al cortarse parecen mordiscos suaves de manzana.

—Mi padre tiene un ojo de cristal.

—Ya, y mi padre también.

—Mi padre se lo quita por las noches y lo mete en un tarro con agua. Así no se le seca y puede ir a trabajar.

—Mi madre y yo jugamos a las velas.

La profesora supervisa el trabajo de los niños, que apilan las figuritas divididas por grupos, como los cromos y las cartas coleccionables de Panini. Se acerca a Silvia, que charla con sus amigos animadamente.

—¿Sigues jugando a las velas con mamá, Silvia?

La niña recorta una bicicleta de paseo, con una cesta en el manillar, llena de verduras y con dos barras de pan. Asiente.

—Ayer por la noche jugamos, cuando se fue la luz.

—¿Se va la luz muchas noches?

—En Semana Santa se fue durante cinco días. Pero mamá nunca me deja encender las velas.

Suena la sirena y la calma se rompe como si la sirena fuera un balón, y la calma un cristal. Una vez se rompió el ventanal de la clase, que da al jardín y a los balonazos del campo de fútbol. Los niños estaban en el recreo y nadie se lastimó, pero todos oyeron la cascada de cristales. Chirrían sillas contra el suelo, golpetean gomas de carpeta, se cierran cuadernillos y se mezclan las figuritas, a pesar del insistir de la profesora, que les advierte:

—Mañana tendréis que volver a ordenarlas.

Los niños primero se levantan y luego recogen sus cosas, como si tuvieran piernas de resorte, enchufadas a la sirena. Hay chillidos, carreras hacia la puerta, rumor exaltado por los pasillos. Silvia ya ha salido con sus amigos.

Los padres esperan a la salida de la escuela. Conversan entre ellos, algunos parecen tener prisa. Más allá de la verja, en la avenida de Albufera, hay un rosario de coches aparcados en doble fila. Los niños se desparraman bajo el pórtico con sus mochilitas a la espalda, buscando a sus padres. Silvia encuentra a su madre junto a los setos que cercan el jardín. Ella le sonríe y Silvia le enseña la bicicleta de paseo, su figura favorita, su pequeño trofeo del día. La levanta con los dos brazos, para mostrársela, orgullosa. Aún no la ha guardado con las demás. Su madre sonríe al verla, pero tampoco mucho más.

—¿La coloreamos en casa?

—No —le dice Silvia—. Mañana en clase.

La profesora de Silvia aparece bajo el pórtico, los brazos cruzados sobre la bata a cuadros de colorines. Busca como los niños, aunque mira desde arriba y su expresión es seria y no desenfrenada. Cuando las encuentra entre la multitud desciende las escaleras. La tarde es agradable y hay un ajetreo jubiloso de niños y padres. Silvia guarda la bicicleta de paseo en su mochila, con cuidado de no doblar la cesta, que con las verduras y las hogazas es muy delicada. Mañana, después de pintarla en clase, la pegará con cello en la puerta de su habitación. Su madre y la profesora hablan desde lo alto, con las palabras pequeñas e inaudibles que a veces usan los mayores. Alejandra pasa junto a Silvia, de la mano de su madre. Le sonríe, victoriosa, con sus cuatro dientes de leche, entre huecos desdentados. En sus manos luce un cromo de Super Wings. Es Dizzy, la chica helicóptero. Silvia abre la boca, sorprendida primero, algo envidiosa después.

—¿La has terminado?

—Sí, la colección entera. Soy la primera de clase.

—¿Por quién la has cambiado?

—Por Roy, que lo tenía repe.

Se lo enseña, lo admira un rato y después se despiden. La ve marchar de la mano de su madre, contemplando el cromo de Dizzy. En cuanto llegue a casa lo pegará en su álbum, ya completo. Silvia también suele coleccionar, pero muy de vez en cuando y a ritmo más lento que su amiga. Pide cromos por Reyes, y por su cumpleaños, a veces sacrificando otros regalos, sólo para sentirse como Alejandra, que siempre tiene repes.

—¿No querías un kit para hacer perfumes de flores? —le preguntó su madre por Navidad.

Alejandra es su amiga. En el patio de hoy, mientras jugaban al Tulipán, le ha preguntado por su padre. O más bien ha dicho, delante de los otros niños: Silvia no tiene padre. Y ella no ha respondido nada, porque tampoco lo sabe, ni ha pensado demasiado en ello. Aunque la frase le ha fastidiado un poco, sin que sepa por qué y sin que le den ganas de llorar, pero casi. Entonces Iker ha dicho que Tamara tampoco lo tiene.

—Sí tengo —ha respondido Tamara—. Pero no vive en casa.

Silvia siente la mano de su madre, que tira de ella hacia la salida del colegio. Corretea para no rezagarse, y sus trenzas brincan sobre las correas de la mochila, que también brinca, con roce de cuadernos en su interior. Su madre le extiende el bocata de mortadela, desenvuelto ya del papel de cocina. Silvia empieza a mordisquearlo, mientras avanzan por la acera.

—Mañana nocilla.

—Mañana ya veremos.

Hay fragor de tráfico. La avenida de Albufera parece una arteria de bocinazos y motores. Los coches zumban junto a las aceras, como flechas de colorines. A Silvia le llegan los temblores del aire, uno detrás de otro, seguidos, fugaces, casi mezclados. Huelen a gasolina. Cruzan Vallecas, van y vienen del centro de Madrid, que parece un lego infinito de ladrillos de arena, con bloques de pisos que se repiten, bloques de pisos sí, no de hielo, ni de lo que hay dentro de los cuadernillos. El Pirulí siempre se ve, destaca entre todos ellos. Pincha el cielo, que primero es como sucio, amarillento, y después, poco a poco, parece limpiarse hacia el azul.

Su madre tira de ella para cruzar la calle. Parpadean los semáforos con musiquita de videojuego, mientras la gente pasa y los coches esperan. Los pasos de cebra son como puentes de montaña. El blanco: tablazones de madera. El negro: abismo hacia un río pedregoso. Silvia los salta con la musiquita de los semáforos, sin tocar el negro, sin soltarse de su madre.

—Mamá, ¿por qué no tengo padre?

La mira pero su rostro está demasiado arriba, y se oculta tras el cabello, que también le brinca sobre los hombros. La acera se ensancha, hay soportales, terrazas, perros que husmean en los alcorques, dueños que hurgan dentro de sus móviles. Silvia se ha soltado y camina tras su madre.

—Mamá.

Pronto se rezaga. Pronto se sienta en un banco, con los brazos cruzados. Espera a que su madre se de la vuelta. Se le acerca un chucho y le olisquea el bocata.

—¡Mamá!

Su madre se vuelve, deshace sus pasos, la levanta.

—¿Vamos a la Biblioteca?

—Otro día. Hoy tenemos prisa.

En la Biblioteca Municipal proyectan películas para niños. Como en el cine, pero sin butacas, ni alzadores, ni taquillas, ni colas, ni entradas. Entran a sus anchas, como si fuera su propia casa, y no hay números que buscar entre las sillas de gutapercha. En invierno, después de clase, su madre la lleva a la biblioteca para que haga los deberes. Afuera es de noche y llueve, o hace viento, o hay una bruma helada que vuelve intrigantes a las farolas, como si ocultaran algún secreto que de día se desvanece. Silvia las contempla desde la ventana de la sección infantil, en un rincón de la biblioteca, entre estanterías, mientras hojea comics de Marvel, o El diario de Greg, o Animales Fantásticos y dónde encontrarlos. Bajo la ventana hay un radiador encendido. Le gusta sentarse sobre él, sin abrigo, sin gorro y sin guantes. Hasta que siente que los pantalones se le chamuscan, aunque nunca alcanza tal extremo. El radiador de la biblioteca siempre está encendido.

Su madre, mientras tanto, traduce en los ordenadores públicos. Y lo hace sin guantes de lana, de esos de colorines como los Pirulos, y con las puntas al descubierto. Y lo hace también sin abrigo, y sin los dos jerseys y el poncho de alpaca que se pone cuando traduce en casa, durante las noches de invierno.

A Silvia le gustan los guantes de su madre.

—¿Por qué tienen agujeros?

—Para que los dedos no se resbalen en las teclas.

Según el diccionario, traducir significa expresar en una lengua lo que está expresado en otra. Según el diccionario, expresar significa decir. A medida que se hace mayor, Silvia se siente mejor traductora, como su madre. A veces escucha las palabras pequeñas e inaudibles de los mayores. Algunas las busca en el diccionario, otras no las recuerda. Las que encuentra la llevan a buscar otras, como si fueran ramas de árbol, que nunca terminan, que siempre sacan nuevas ramas. Un día le dijo a su madre que ella también traducía.

—¿Y qué traduces, hija?

—La lengua de los mayores.

Su madre sonreía, como hacía muchas veces que Silvia le decía algo.

—¿Y a qué lengua la traduces?

—A la del Diario de Greg.

En el viejo Thosiba de casa su madre escribe con los guantes agujereados. Diez Pirulos, que se contornean con rapidez sobre las teclas. Diez Pirulos flexibles, como culebras y no como helados, mientras ruge el viejo ordenador, como un rinoceronte cansado. Lo usa los fines de semana, cuando no abren la Biblioteca, o cuando la cierran entre semana, a las ocho, y ella aún tiene papeles que traducir. Suele girar el tocadiscos en el salón de casa, con la voz de John Lennon. A su madre le gusta trabajar con música, pero sólo a veces. Hay días que ni siquiera enciende el ordenador y traduce a mano, para después teclearlo en la biblioteca.

—Pon A day in the life, mamá.

—Hoy no, Silvia.

A ella la envuelve con edredones de cama, en el sofá del salón. Le gusta arrebujarse bajo ellos, mientras lee su selección de la biblioteca y siente que más allá de su refugio hace frío, porque su aliento sale como en la calle, hecho una nube. Cuando no es suficiente y aún tiene frío, su madre le coloca en el vientre sacos con semillas de sésamo, que calienta antes en el microondas.

Hoy no es día de biblioteca, pero Silvia no sabe por qué. Caminan deprisa, hace rato que dejaron la avenida Albufera atrás y se internaron por las callejas de su barrio, donde no hay fragor de tráfico, sólo motores solitarios de coches que aparcan o salen de sus garajes, chillidos de niños y ladridos de perros. Silvia siente que es remolcada. Su madre saluda a un vecino, que les cede paso en el portal. Su casa está en el primer piso. La ropa del colgador golpetea siempre en el ventanal traslúcido de la cocina. Colorines que se ondulan afuera, como si en el barrio estuvieran de fiesta. Alejandra dice que en su casa huele raro. Pero Silvia no huele a nada, y sí huele algo raro, en cambio, en casa de Alejandra. El salón tiene cuatro metros de largo y tres y medio de ancho. La habitación es un poco más pequeña. Duermen juntas en una cama tan grande que a veces no se encuentran.

Silvia tiene ocho años. Su madre treinta y dos y no está en paro.

La ve abrir la puerta del frigorífico, que lleva desde ayer sin luz y ya no está frío. Hay tintineo de botellas, de tarros y botes que bailotean ante la brusca intromisión en su reino blanco, que Silvia lo imagina como un Polo Norte donde siempre es de noche, y donde nunca hay luna, hasta que se abre la puerta. Su madre coge los frascos de insulina, que Silvia necesita desde que empezó a tener hambre y sed, y a hacerse pis en la cama, desde que fue al médico y empezaron a hacerle multitud de pruebas.

Insulina. También lo buscó en el diccionario, pero es un árbol demasiado grande, con muchas ramas. Y ha decidido dejarlo para más adelante.

Su madre guarda los frascos en una bolsa y sale de casa, dejando la puerta entreabierta. Silvia la espía a través de la rendija. Suena el timbre y la ve esperar ante la puerta de la vecina, Mercedes, una señora mayor que siempre anda arrastrando sus pantuflas, con bata, delantal y rulos en su cabello gris. Su madre espera muy arrimada a la puerta, algo tensa, con la bolsa entre las manos, como si la incomodara que la viera alguien por la mirilla. Son cuatro puertas las que dan al rellano. Mercedes abre la suya, y tras una breve explicación que Silvia no oye, su madre le entrega la bolsa. La ve algo encorvada, o encogida, y la vecina, que es mucho más bajita, parece tan alta como ella. Hay palabras serias, solemnes, palabras de agradecimiento, pero pequeñas e inaudibles como muchas palabras de mayores.

La madre de Silvia vuelve a casa.

Entra en la habitación y cierra la puerta. Lo hace a veces, y Silvia ha aprendido a interpretar ese encierro, a traducirlo, aunque no tenga un diccionario donde buscarlo, porque en esa lengua no existen las palabras. Busca un entretenimiento, lee, juega con los Pulpitos Alegres, hace los deberes y colorea los cuadernillos Anaya. Y cuando su madre sale, se le acerca y la sigue por la casa, mientras prepara la cena y recoge los trastos del salón. La sigue, silenciosa y paciente, esperando, hasta que ella se da la vuelta y la ve con los brazos estirados, pidiendo que la aúpe. Y su madre suspira, y la levanta. Y entonces Silvia le susurra cosas bonitas al oído, o le da un beso, o le hace diademas de trenza, o moños, o coletas, o simplemente le acaricia el pelo. Le gusta sentir que a veces cuida de su madre.

Ouarzazate, Marruecos. UTC ± 00:00. Hora local 18:00h

Seis de la tarde. El Berebere Palace Hotel es una ciudadela, un oasis fortificado, con recios torreones y murallas almenadas, que de no ser por la imitación del pisé rosa, mezcla de adobe, arcilla y pizarra, me recordaría a los castillos medievales europeos. Vestíbulo alto, recepción vestida de librea, servicial, mármol artesonado, azulejos y mosaicos de vivos colores, rumor cantarín de fuentes. En el interior se abre una plácida e intrincada red de callejuelas de artificio, donde oscilan los palmerales, donde es imposible perderse a pesar de ese aire laberíntico de casitas arcillosas, de patios, galerías, recovecos y estanques de agua fresca, que imitan a los kasba bereberes. 405. Esa es mi puerta. Un dormitorio de veinte metros cuadrados, puertas enrejadas con paños de sebka, un pequeño patio de muros altos, donde por la noche sólo queda mirar al cielo, que en el desierto es tan bello como herido, es decir, como agujereado por una lluvia de flechas. Un salón, con sofá corrido de estampa islámica, con piezas de fruta y lienzos de mujeres vestidas con el tradicional affagou. Dos baños, dos TV y dos enormes climatizadores, que rugen como bocas de dinosaurios.

Antes de que me llegue el cansancio, o de que repare en él, aprovecho la inercia del día y me visto para salir a correr. Una camiseta, un pantalón corto y las zapatillas. Nada más. Tampoco es que me desprenda de relojes, pulseras o colgantes. No habitúo a llevarlos. No hay marcas en mi cuerpo, no hay tatuajes, no hay agujeros de pendientes. Y esa ausencia que podría tener algo de castidad no es fruto de un principio férreo, un código íntimo, de esos que se reducen a una consigna, a una frase como de mandamiento propio, como ley de vida. Quiero vivir como vine al mundo. No. Simplemente me he encontrado así, en esta etapa de mi vida, sin premeditación, sin conciencia de ello. Tal vez en un futuro me haga surfer, y me siembre la piel de tatuajes y pulseras exóticas de cuero trenzado. O me haga un punkie, y me agujeree las orejas. Pero seré sincero, hay instantes en mi vida, en los que me invade una sensación de plenitud, casi virtuosa, como de limpieza del alma, al sentirme como vine al mundo. Y no es cuando estoy desnudo. Es cuando estoy corriendo, en días de calor, por montañas boscosas, con la brisilla y el frescor de los árboles sin trabas sobre mi piel. Cuando estoy corriendo sin camiseta, sólo con un pantalón y unas zapatillas.

Troto suave por la avenida Mohammed VI, donde se emplaza el hotel. Ancha, larga, seca, sin tráfico, sin gente, con el aire plácido de las áreas residenciales y hoteleras alejadas del bullicio, del caos, de los olores y del roce humano que en Marruecos es intenso. Al final de la avenida asoma el kasba de Taourirt, erigido en la puerta del desierto, un punto de encuentro, privilegiado para el comercio, donde convergieron durante siglos mercaderes y comerciantes del Atlas y de los valles del Draa y del Dadés. El Ouarzazate actual se creó como guarnición francesa en los años veinte, como centro administrativo del Protectorado. Después vino el negoción cinematográfico, y los estudios Atlas, y el currículum engrosado de Ouarzazate como doble del Tíbet, de Roma, Somalia o Egipto. Lawrence de Arabia, Gladiator, Babel, El reino de los cielos, Jesús de Nazaret, han pasado por aquí.

Mis piernas y mi caja, que es como llamo al corazón y los pulmones, están despiertas, activas, y siento que me dejarían correr con desenfreno, sin necesidad de calentamiento. Sopla una brisilla cálida, el sol se ha desfogado y rojea, el ambiente es perfecto. Corro por inercia, ignorante de adónde voy, sin haber estudiado un mapa de Ouarzazate, sólo con la atención de saber qué dejo atrás, para volver sobre mis pasos.

Me zambullo en la ciudad. Y digo ahora y no antes: me zambullo. Porque empieza la algarabía de las callejas, del tráfico, de los coches chatarreros, de bicis y motocicletas donde van dos o tres, sin casco, con el piloto hojeando el móvil. Y digo me zambullo porque es como meterse en una piscina, pero no sumergirse, o nadar con suavidad, a lo braza, entre ondulación de aguas. Es tirarse a lo bestia, de cabeza, sintiendo el golpe y el breve aturdimiento, y el agua brusca, rota en chorros, que se deja hendir por tu cuerpo porque avanza a lo torpedo. Sumergirse es pasear. Zambullirse es correr.

Casas con adobes de arcilla y dinteles y pilares de palmera, ventanucos estrechos como almenas, soportales sombríos, aceras llenas de transeúntes, de vendedores que vociferan sus mercancías, sus hortalizas y tomates amorfos, deslucidos, sin esa perfección brillante y artificial de los supermercados, con esa fealdad de lo extraído de la tierra y no de un laboratorio. Mujeres con burka, mujeres con chador, mujeres con hiyab, mujeres con la religión dentro y no encima, mujeres sin religión. Hombres que toman té después de la oración del asr, sentados en terrazas, con sus tazas humeantes donde flotan las hojas de hierbabuena, mientras sorben el ardiente brebaje, directo al estómago. Hombres más jóvenes, en plenitud de sus fuerzas, con la mirada ociosa y algo torva, que se apoyan en los soportales y ven pasar la vida como si esperaran algo de ella, aunque en lo más hondo hayan dejado de esperar. Hittistes, los llaman, los que sostienen las paredes. Y desde luego que lo hacen, como puntales de palmera. Me recuerdan a la juventud de mi país, que emigra al extranjero para dejar de ser juventud, pero en versión extrema, deteriorada.

Niños que juegan al futbol, con camisetas del Madrid, del Barca, del Bayern de Munich, en plazoletas de gravilla y arena, con porterías caseras: dos maderos y un travesaño de pañuelos y chales viejos que se anudan, combándose en el centro. Y ellos me detienen, por un instante, admirado. Juegan con destreza, como si tuvieran imanes en sus pies, serios, entregados, discutiendo cuando se producen lances, ante la ausencia de arbitraje. Levantan nubes densas de polvo, que me impiden distinguir con claridad el discurso del partido. Y pienso en todo ese polvo, en todo es polvo que inhalan, no sólo esta tarde, sino también la anterior, y las de todos los días del año. Y después pienso en las toses reiteradas de Mustafá, que tal vez también le guste el fútbol, que tal vez también haya jugado en plazoletas de gravilla. Y ya, antes de irme, cuando los niños han reparado en mi presencia, la de un joven extranjero, con pintas de deportista, tal vez con pintas de ojeador de fútbol europeo, pienso en todos los niños que jugarán ahora mismo en África, en todos los Messis o Ronaldos potenciales que harán maravillas sobre campos de grava y con porterías con travesaños de tela, sin conocer la tersura del fútbol sobre hierba; pienso en todos esos niños que dejarán la niñez para sostener paredes y ver pasar la vida, como nuevos hittistes.

 Vuelvo a correr. Y esta vez sí, acelero, de vuelta al hotel. Corro pensando en los niños. Corro hasta que ya no pienso en ellos, hasta que sólo hago eso, correr. Y en ascenso gradual, paulatino, elevo el ritmo. Una cuesta, doscientos metros hasta el kasba de Taourirt. Los coches rugen a mi lado, junto a la acera. Alcanzo a un marroquí, que se retuerce sobre una bici, chirriando sus ejes. Le sonrío. Me sonríe.

—¡Come on! ¡Come on! —le animo. Él sonríe aún más, pedalea, y hace esfuerzo de seguirme.

Acorto la zancada, aumento la frecuencia, inclino la espalda, me acoplo a la cuesta. Impulso con fuerza, dejándolo atrás. Queman mis cuádriceps, avisan de que están ahí, y de que pronto se aturdirán si el esfuerzo continúa. Llego arriba, comienzo el descenso, y las piernas vuelven a respirar. El marroquí me alcanza con doble sonrisa, y me rebasa sin dar pedales, por el arcén, entre coches que zumban como mosquitos gigantes de gasoil. Levanta el puño, victorioso.

—Poweeer —grita.

Rio, y alzo el puño también, antes de ver cómo se pierde en el bullicio de la calzada. Pronto encaro la avenida Mohammed VI, desbocado ya, cerca de los veinte kilómetros hora. A esta velocidad, tres minutos y reviento. Ahora sí, suenan mis pulmones. Los siento, como globos en tensión, como máquinas de fuelle. Siento su respiración, que es la mía, y la sangre, que también es la mía, y que se bombea con fuerza, que hincha las venas, que exuda sudor y me gotea en las sienes. Me siento a mí mismo, me siento en funcionamiento, siento mis engranajes, como un androide natural, como un corazón de estación termo-solar. Esto es correr, salir de la inercia ignorada de vivir, de respirar, de palpitar, de funcionar sin darse cuenta.

Cuando corres reír es más fácil. Llorar es más fácil. Enfadarse, gritar, emocionarse, sentir es más fácil. Como si fuera una cuestión de pulsaciones, de ritmo, de sangre que moja sentimientos y los refresca, los espabila, los levanta y los alienta:

—Vamos, es hora de vivir.

Me siento drogado, como tras un chute de lo que los drogadictos llaman felicidad, sin entrar en precisiones, sin ir más allá. Pero no drogado en el sentido de aturdido, comatoso. No. Drogado en el sentido de estimulado, fresco, purgado por dentro, mientras me riega una ducha caliente, el chorro fuerte como una manguera, hormigueándome en la espalda, en la nuca, en la cara. Rayos de luz rojiza penetran por la ventana, sobre mi cabeza, y desvelan las nubes de vapor, que hace tiempo colonizaron el baño. Mi relajación es tal, que no sé cuándo parar, cuándo moverme para cortar el grifo. Al fin, tras algún incierto pensamiento, que en el flujo irregistrable de la conciencia me alienta de algún modo, acciono la manilla. Salgo, dudo por un instante qué toalla emplear, si la de la mañana que está seca, o una de las otras dos que tengo para elegir. Desconozco la hora, desconozco el tiempo que he estado en la ducha.

Me siento relajado, y así lo estaré durante la cena, en el hotel, con mis compañeros escritores. Cena italiana en la terraza, con brisa plácida, velas, palmeras, piscina iluminada y servicio que te vigila hasta que necesitas reponer la copa. Cena a 230 dirhams, unos 23 euros el plato. Con todo pagado, salvo la bebida, un vino francés y de nombre selecto, que Carsten, el compañero danés, selecciona con paladar avezado. Una cena agradable, donde comentamos los lances del día, donde compartimos experiencias, donde escucho mucho, primero porque se cruzan retazos de vidas mucho más trotadas que la mía, de las que tengo mucho que absorber, y segundo porque mi inglés no me da para alardearlo demasiado. Y así aprendo más sobre escritura, sobre el mundo que rodea la escritura, sobre los proyectos de Liz, la escritora británica, que tiene un hijo de mi edad, y que me habla de sus mundos y sus personajes con la esencialidad de quien lleva muchos detrás, y con el brillo en la mirada de una escritora quinceañera.  

Me voy a dormir. La relajación ha mutado en cansancio. Camino en solitario por las callejuelas del hotel, bajo las estrellas. Pienso en Noor, en las torretas eléctricas que salen de él, como gigantes anudados, hacia el desierto, hacia el Atlas, hacia el mar. Pienso en la energía, en el calor, en la luz que han llevado hoy consigo, pienso en ese zumbido, y en adónde llegará, y en adónde no llegará, y en adónde estará aún por llegar.

Me introduzco en el sobre, como decía mi abuelo, deseoso ya de cerrar los ojos, y al apagar el interruptor me sucede lo de siempre. Queda una luz encendida, una de las muchas que iluminan los dormitorios de hotel. Me levanto y busco su interruptor.

Maracaibo, Venezuela. UTC -04:00. Hora local 23:15h

El chasquido del diferencial. Así, en un instante apenas perceptible, otro latido que de pronto se apaga. Otro infarto de la red eléctrica. Ya se volvió a ir.

Suspiros, blasfemias, juramentos contra el gobierno, resaltan en el mutismo que se ha hecho en el pasillo. Vuelve a haber un desconcierto, algo chico e inicial, hasta que pacientes y familiares se acostumbran de nuevo a la oscuridad y a la ausencia de ese sonido, ese zumbido de mosquito omnipresente. Los apagones de la luz apenas son audibles, un segundo y ya está el silencio, pero a María le parece que el sonido de la electricidad se derrite, como una sirena de ambulancia al quedarse sin batería.

Se levanta de su asiento, en la penumbra del Hospital y frente a la sala de maternidad, al fondo del pasillo. Cruza los brazos sobre el vientre, familiarizada ya con su lisura, sin percatarse de que le falta algo, un globo terso y delicado. Siente el cosquilleo de la inquietud, mientras rebasa la ceguera inicial y se adapta a la ausencia de luz.

—Además de pobrecitos, nos van a hacer murciélagos. Un país de murciélagos.

Lo dice alguien. Un joven de torso desnudo y enredado de tatuajes, enchufado a un porta sueros. Su voz, ronca y apagada, va para todos, y destaca sobre el rumor de cuchicheos y murmullos que ha invadido el pasillo.

Aquí y allá parpadean luces rojizas. Se encienden linternas de celulares. Al fondo y como islotes de luz, subsisten las letras Salida de Emergencia. Comienzan a perfilarse las camas arrinconadas, las sillas de ruedas, los pacientes sentados, tumbados, apoyados a las perchas con sueros y fármacos adquiridos por las propias familias, en el mercado negro o en las farmacias de estantes vacíos. Se apiñan todos como desechos de un río, en las orillas, liberando el centro del pasillo, que sólo cruzan las enfermeras de pijama corto y guantes de látex. Recolocan vías intravenosas, asisten a pacientes solitarios, comprueban que todo continúe su curso natural.

Alguien abre una ventana, en el otro extremo del pasillo, y se filtra el frescor de la noche. Rumorean las calles, suenan bocinas y ladran perros en la nocturnidad. La ciudad sin luces parece inmóvil. Una ciudad tullida, radiofónica, que sólo se oye, que aísla el Hospital con sonidos de ciego. En el pasillo pronto se reinstala un aire de normalidad.

—Habrá que entrar.

—Espera que avisen.

María se asoma a la doble puerta de neonatos. Sus ventanillas parecen dar a una noche negra, muy negra, sin luna ni estrellas. Intenta distinguir las incubadoras, los aparatos, los cables, las enfermeras. No se atisba nada al otro lado. Otras madres se arremolinan junto a ella y su presencia, la inquietud reconcentrada de madres con niños prematuros, algunos conectados a aparatos respiratorios, la obliga a salir del corrillo con el pecho encogido, como si a ella también le faltara aire.

Hugo la observa, sentado, el cigarrillo humeándole entre las manos.

—Espera que avisen —repite.

Y exhala su nebulosa con calma, mientras desvía la mirada hacia el pasillo. Siempre le ha sido más fácil adaptarse. Se hace a la rutina, antes incluso de que pueda llamársele rutina. Tiene facilidad para acostumbrarse. A la crisis, al desempleo, a los comercios vacíos, a las disputas políticas de la televisión, a las manifestaciones diarias y las represiones de los colectivos chavistas, a la escasez de medicamentos y la falta de diesel para alimentar los generadores de los hospitales públicos, en un país que exuda crudo de la tierra.

La de Hugo es una indiferencia asentada que María admira, sanciona y aborrece a la vez. Aborrece en secreto, claro, aunque a veces lo trasluce con una mirada de reproche, o con evasivas de rencor en sus palabras. Él las capta, seguro, pero las omite con su habitual desgana, aunque a María le parece que las guarda para sus estallidos de cólera, muy escasos y por razones arbitrarias, a veces sin sentido. Hace tiempo que dejó de verlo como una coraza de protección, hecha a base de escarmientos, de golpes de la vida que en Hugo, muchachito de campo, familia sin papá y cuatro hermanas, adquiría matiz de encanto. Tal vez no lo vea desde el noviazgo, donde todo parece tener encanto.

Ahora, tras un casamiento breve y siete meses de embarazo, mientras lo ve con su pitillo, con sus hombros alicaídos bajo la camiseta a rayas, hecho poquita cosa en la penumbra del Hospital, más que un blindaje siente que lleva encima una costra de resignación. 

—La última vez se les fueron tres criaturas —le dice ella.

—De las que necesitan respirador. Nuestro Fredy se vale por sí mismo.

María desvía la mirada y aspira el aire intrincado del Hospital, una mezcla a desinfectante y a orines de geriátrico, tan densa que más que aspirar siente ingerir. No puede verlo así, con ese aire de derrota, casi insensible. No quiere culparlo, la espera mata a cualquiera. A él también, aunque fume como si estuviera de sobremesa y no se levante del asiento. Pero a veces, a veces Hugo le supera, le deshilacha la calma como nadie, ni sus papás, ni sus amigas, ni los propios niños de la escuela con su griterío y su desobediencia, son capaces de hacer. A veces lo siente como una reacción alérgica que le ha salido por el roce de la convivencia. María aspira aún más, y de nuevo arrincona ese temor al porvenir, ese vértigo conyugal. 

Ya van cinco apagones. Dos de ellos, el último esa misma mañana, se alargaron más de la hora. Cinco apagones desde que nació Fredy, a las treinta semanas, con kilo novecientos y cuarenta centímetros de longitud.

—Señoras, ya pueden pasar.

Habla una enfermera gruesa, que el matrimonio conoce de la noche anterior. Tras ella, aún aletea la puerta de neonatos. María respira, pero esta vez es diferente: suelta el aire, no lo coge. Hay una breve impaciencia, y varias madres se trastabillan mientras buscan entrar las primeras, pero la decencia puede al descalabro y no va más allá. María también se apresura, yergue la cabeza y mira hacia la abertura negra de la sala. Avanza la hilera con pasitos cortos, pequeños empujones, y antes de cruzar ella se vuelve. La sorprende la mirada de Hugo. Abierta, muy fija en ella. Brillante en la oscuridad. Se ha levantado.

La sala de neonatos parece una cápsula de calor. Plácida, serena, silenciosa. A cualquiera le agradaría entrar. Pero el nerviosismo, y las prisas, y la mirada inquieta buscando cada una a su pequeñito, les impiden pensar demasiado en ello. Se dispersan entre las incubadoras, todas apagadas, algunas con el cristal roto y el cartel de No funciona. Los monitores de signos vitales parecen en desconcierto, sin líneas de corazón, ni de temperatura, ni de presión arterial, solo negrura en las pantallas y el parpadeo de las luces de emergencia. 

Los niños conectados a respirador reciben la asistencia de las enfermeras. María los vuelve a ver con la aprensión de la primera vez: frágiles, menuditos, los ojos cerrados, aislados en las urnas vidriadas como criaturas en cuarentena, los bronquios tan tiernos, tan inmaduros, que podrían ser bolsitas de papel. Las enfermeras bombean a mano, presionando el insuflador que inyecta aire enriquecido en oxígeno a través del conducto. Trabajan rítmicas, constantes, turnándose para descansar, tensas y serenas. En sus frentes perladas se percibe que llevan rato haciéndolo.

María encuentra a Fredy, aislado en su incubadora, con los ojos cerrados y el gorrito de lana. Sus manos se mueven con espasmos de muñeco, como si estuvieran motorizadas. Tal vez sienta el ajetreo, o la falta de calor, o el aumento de humedad en una cápsula que ya no es confortable, que ha dejado de ser madre. Aparece una enfermera y abre el acolchado esterilizado. Sus manos invaden la urna y le quitan a Fredy los tubitos que le entran por la nariz.

—Ya puede cogerlo, señora.

A María se le saltan las lágrimas, aunque sea la quinta vez que la llaman para entrar, para cogerlo a oscuras y darle calor. Método canguro, lo llaman. Siente su cuerpecito ingrávido, sus músculos flácidos y sin fuerza, su piel tan delgada que parece transparente, porque se ve la sangre de los vasos sanguíneos que corretean por debajo. No sabe por qué llora, pero siente algo profundo y caliente que le asciende a los ojos. Las hormonas del post-parto, dicen, que la alteran a una, que la hacen reír y llorar el mismo día. Tal vez lo descubre en ese instante, cuando se lo arrima al cuerpo y lo envuelve en brazos, cuando siente que él se acurruca, se aovilla, rozando su tripita, escarbando en ella, como queriendo entrar. Con los apagones, se materializa su necesidad de sentir a mamá.