Silvia Guallar Artal, Martin Humburg y Nihan Koseleci Blanchy
En la primavera de 2020, la educación de 1 600 millones de niños se detuvo de golpe.
La pandemia de coronavirus obligó a más de 190 países a cerrar las escuelas y pasar —de forma brusca y repentina— al aprendizaje a distancia. En el momento álgido de la crisis, más del 85 % de los alumnos de todo el mundo no asistía habitualmente a clase y, en noviembre de 2020, 108 países notificaron haber perdido en promedio 47 días de formación presencial —aproximadamente una cuarta parte del año escolar—.
Los gobiernos se apresuraron a sustituir la escuela tradicional por distintas modalidades de aprendizaje a distancia, que iban desde las plataformas en línea hasta los programas educativos por radio y televisión, pasando por las herramientas en papel, ya fueran entregadas físicamente o difundidas por correo electrónico. Pese a los esfuerzos, el 40 % de los alumnos a nivel mundial perdió todo contacto con sus profesores. Los alumnos de familias desfavorecidas fueron los más afectados, ya que dependen de las escuelas para acceder a equipos digitales y competencias informáticas.
Tardaremos años en conocer las consecuencias económicas y sociales de los cierres de escuelas y de esta brusca transición al aprendizaje a distancia. A algunos niños les ha ido bien, pero muchos otros se han quedado atrás. Si no se remedian, estas pérdidas en el aprendizaje tendrán consecuencias a largo plazo para el crecimiento económico y la cohesión social. Debemos ayudar a estos niños a ponerse al día, y asegurarnos de que su vínculo con la educación no se rompa de forma permanente. Las herramientas digitales pueden ser de ayuda. No son la panacea y para ser eficaces requieren de la orientación minuciosa de los docentes, pero pueden ayudarnos a salvar las brechas educativas provocadas por la pandemia.